En las Jornadas de
micogastronomía de Albacete también está presente este manjar: en el Revuelto de setas, foie y trufa, del Asador Concepción; los Huevos a baja temperatura con espuma de
patata trufada y setas, en el Certezas;
y el Ragout de papillón con una
parmentier de patata y trufa, en Gastrobar
Sexto sentido, por ejemplo. Aún están vigentes estas jornadas,
www.jornadasgastronomicasdealbacete.com, hasta el domingo día 18 de noviembre. En la imagen, setas de cardo.
Existen unas 70
especies de trufas. Es un hongo más de tantos que nos da la misteriosa
naturaleza, pero el más cotizado, distinguido y suculento, por su carne
perfumada, de agradable y fuerte sabor, un poco tirando a yodo. Una trufa negra
de buena calidad debe ser redonda y de una sola pieza. La negra del Périgord es
la reina de las trufas, “el diamante negro de la cocina”, como he leído que la
llamaba Brillat-Savarin.
El precio de la trufa
negra de primera categoría oscila entre 120 y 240 euros/kg., pero, como hemos
dicho al principio, sabiéndola dosificar nos puede dar mucho de sí elevando no
sólo el sabor, sino la categoría del plato. Esto lo comentó también a sus
alumnos el cocinero Juan Castillo, en la sesión del curso La cocina de las setas que ha quedado recogida en vídeo en este
blog, Albacete Bienmesabe.
Las trufas se
encuentran por el aroma que desprenden. El olfato del hombre no puede
percibirlo y por este motivo recurre a ciertos animales que tienen más afinado
este sentido, como los cerdos, mejor, una buena cerda. En España se utilizan
sobre todo los perros.
Como la perra
Estrella, una maravilla de animal que encontró todo un tesoro en las carrascas
que hay sobre la loma de los almendros, detrás de la ermita… en la novela de Pedro Jesús Cuevas
Cuerda… Garbanzos tiernos. Pero…
cuántas veces la realidad ha superado a la ficción. Es un relato que podría ser
verdad: unos seteros que andan desesperados… el abuelo Matías al frente, -
porque como mejor se aprende la afición de la búsqueda y recogida de hongos es
yendo con alguien que sabe, con el abuelo para más señas, transmitiéndose los
conocimientos de una generación a otra-, y al final, la perra Estrella alegra
el día a toda la cuadrilla… vamos, a todo el pueblo.
Con permiso de Pedro
Jesús, publico a continuación una parte de su novela de Garbanzos tiernos, para que la
disfrutemos todos como yo lo he hecho -las setas de cardo de la foto, las recogió él en los campos de Peñacárcel (Chinchilla). A falta de trufas, buenísimas son estas setas, y ¡tan ricas!-:
El abuelo Matías, tras
echar otra mirada furiosa a Antonio, hizo una seña a Isi y éste, como
despertando de un sueño, volcó la cesta sobre la mesa.
Era el olor de la naturaleza en estado puro, la tierra
tras la lluvia, el bosque más profundo jamás pisado por un humano. Eran las
cuatro estaciones del año en una brisa. Era la siega, la vendimia, la tala de
un árbol, dejar caer una semilla en el suelo y taparla. Era el agua corriendo
por la acequia y remansándose en un recodo del río.
Veintitrés peloticas negruzcas, que iban del tamaño de
una uña a una bola de billar. Veintitrés trufas como veintitrés soles.
Todos las
mirábamos callados cuando, y vuelvo a jurar aunque mi madre me diga que está
mal, vino Juan desde la barra levitando. Es cierto. Era su nariz la que
arrastraba a su cuerpo. Se puso encima de ellas y aspiró su aroma. Le debió
llegar a los talones de la fuerza que usaron sus pulmones. Y con recogimiento
cogió una de las medianas y, llevándola entre sus manos, como si de una ofrenda
se tratara, se metió en la cocina.
-Ya nos volvíamos
–comenzó a relatar el abuelo Matías cogiendo una trufa y dándole vueltas entre
los dedos, mientras de reojo lanzaba miradas a la cocina donde se oía a Juan
trastear-. No habíamos visto ni una maldita seta. Al pasar por la ermita vieja,
Estrella se puso como loca a ladrar y a dar vueltas y se fue corriendo. Pensé
que sería alguna pieza herida pero, ¡uhm!, ¡qué va! Se puso a escarbar como una
loca a los pies de la primera carrasca y nos trajo algo que dejo a nuestros
pies ¡Uhm! Y siguió. Debe haber más. Me volví porque pensaba que a Isi le iba a
dar algo.
Isi seguía mirando embobado las trufas. Entonces surgió
Juan de la cocina con una sartén de patatas fritas al montón, especiadas como
sólo él sabe, y un plato de huevos de codorniz recién fritos, perfectos, con
puntilla y todo. Cogió una pila de platos de café, de esos pequeños, los puso
en fila en la barra y fue poniendo una cucharada de patatas, luego un huevo
encima y, entonces, con todo el bar, forasteros incluidos, los moteros, ya les
dije, apilados frente a la barra, se arremangó y con un pelador de zanahorias
(“es lo que hay”, dijo, lo recuerdo) echó en cada plato unas finas láminas de
trufa.
De bocado.
Nunca la romería de verano a la ermita tuvo tanta gente
como la que subió en ese momento a ver las carrascas y a Estrella en acción.
Sólo nos quedamos en el bar yo, no sé muy bien por qué, Juan, mirando extasiado
la última tapa que quedaba, y Antonio, mirando atontado los trescientos euros
que los moteros, juntando todo lo que tenían, le habían dado por las trufas.
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